miércoles, noviembre 29, 2006

"Apocalipsis", de Stephen King

Image Hosted by ImageShack.us ¿Era posible ampliar y hasta mejorar “La danza de la muerte”?

Pues sí, lo era.

Pero claro, eso sólo podía tener lugar durante el período más brillante de King. Un empeño semejante, abordado en la segunda mitad de los noventa, sin duda habría terminado en fiasco absoluto. Del mismo modo que los últimos tomos de la saga de “La Torre Oscura” han resultado pálidos reflejos de la brillantez de los dos primeros. Hay cosas contra las que no se puede luchar. Y si la caricia de las musas te ha abandonado definitivamente, tan sólo te queda recurrir a la masturbación creadora.

Por suerte, como digo, “Apocalipsis” es un hito. Similar al de “It”. Esto es: obras ambiciosas, que abarcan muchos aspectos y en los que King vuelca lo mejor de sí mismo, como escritor. Si en “It” el espectro de personajes era más reducido, en “Apocalipsis” el autor de Maine establece un auténtico “tour de force” dotando a un elenco coral de auténtica humanidad. Y es que si analizamos uno por uno cada uno de los caracteres que intervienen en la novela, encontramos verdaderas muestras de talento a la hora de retratar personalidades distintas, ambiguas unas, planas otras, pero todas ellas caracterizadas por su tremenda credibilidad. No es un tipo de estructura único para el autor, aunque sí fue la primera vez que lo utilizó. Después repetiría en “La Tienda” o en “Tommyknockers”, por ejemplo… pero con suerte más irregular.

A diferencia de lo que ocurre con “It”, sin embargo, el terror que se nos presenta en “Apocalipsis” incide en los Grandes Miedos del hombre. Y no llega a cristalizar apenas en representaciones palpables, más allá de la presencia de Randall Flagg, que por otro lado no deja de ser otra abstracción más, en el fondo. A pesar de ello, las sensaciones terroríficas están ahí, a flor de piel. El miedo a la muerte, a la pérdida, al olvido… seguramente son miedos más humanos y menos fantasiosos. Pero es que los personajes de “Apocalipsis” son tan humanos como los de cualquier historia netamente realista.

Por lo demás, mención especial para el villano de la función, al que antes aludía. Randall Flagg viene a ser el compendio de las figuras oscuras “kingianas”. El Mal absoluto disfrazado de ser humano. La sublimación de lo peor del hombre, aderezado con los poderes oscuros.

Pero si justo es ensalzar el resultado en la descripción de personajes, no es menos oportuno valorar como se merece la propia trama, la ambientación, etc. Y es que no se trata del primer relato apocalíptico que la literatura fantástica nos ofrece. Pero el de King es un apocalipsis plenamente reconocible en el contexto de su obra. Puede recordar a otros (los de Finney, Stewart, Matheson…), pero en realidad no se parece a ninguno.

Además de eso, destacar hasta qué punto la obra no decae en ningún momento. Y en un volumen que ronda las mil trescientas páginas, no es algo baladí. Sirva como ejemplo el inicio, donde se nos presenta uno por uno a los personajes, sin que ninguna descripción resulte pesada, sino todo lo contrario. O el tramo final, en el que se nos cuenta el regreso de Tom y Stu a Boulder. King utiliza un buen número de páginas para ello, pero sin embargo en ningún momento se nos antoja algo aburrido. Todo lo contrario a lo que ocurre con pasajes similares de su última etapa, en la terrible “El cazador de sueños”, por ejemplo.

Al mismo tiempo, el autor se las ingenia para salpicar su obra de ramalazos llenos de melancolía, de intensidad en las relaciones de los personajes, con los que uno llega a encariñarse de verdad. Son esos momentos los que más recueran a “It”, que para mí sigue siendo el punto culminante del autor.

En definitiva, se puede hablar mucho y mal del King de los últimos años. Pero si de verdad se pretende ser justo, uno no puede obviar que el autor de best sellers terroríficos por autonomasia, tiene un puñado de momentos auténticamente magistrales, a lo largo de su extensa producción literaria. “Apocalipsis” es uno de ellos, al igual que lo son otros como “It”, “Cementerio de animales” o “Las cuatro estaciones”. Y si encima, como es el caso, se trata de un libro que a uno le trae hermosos recuerdos de adolescencia y le retrotrae a sus momentos de primeros goces literarios… ¿qué más se puede pedir?

martes, noviembre 28, 2006

"Casino Royale", de Martin Campbell

Image Hosted by ImageShack.us A los diez minutos de película, Craig ya ha hecho olvidar a todos los “bonds” del pasado.

Y es que esta nueva aventura del agente secreto empieza de un modo brillante (blanco y negro brillante, de hecho), dando una buena muestra de lo que el espectador se va a encontrar. Esto es: un Bond mucho más ácido que de costumbre, más violento y más vulnerable, especialmente en el aspecto sentimental, aunque esto último se irá comprobando más adelante, en lo que constituye el origen de la dimensión más cínica y endurecida del personaje. Un nuevo Bond, en cualquier caso, al que Craig otorga una presencia que le convierte en la mejor y más fiel representación del personaje de Ian Fleming.

Tras el prólogo, el tema principal del filme, también mostrando una evolución lógica del tipo habitual de canciones dedicadas al personaje, en la voz del gran Chris Cornell. Una canción perfecta para la película y con unos bonitos y “estilosos” títulos de crédito, aunque no pase de discreta en el aspecto estrictamente musical y de la carrera discográfica de Cornell.

Por lo demás, el filme se plantea como una precuela en todos los sentidos y funciona a la perfección. Es un nuevo comienzo auténtico y no un recurso promocional para quienes ya están un poco cansados del personaje y de la saga. Asimismo, se trata de una precuela que no se ciñe únicamente a dejar caer algún que otro guiño a los seguidores de la serie, sino que de verdad profundiza en ese carácter primigenio.

Las secuencias de acción pura y dura son estupendas, pese a que decrezcan ligeramente en cuanto a intensidad y brillantez, las unas con respecto a las otras. Y es que la primera persecución es tan adrenalínica y chispeante, que resulta difícil mantener el nivel. Pese a ello, la secuencia del aeropuerto también es magnífica. Un poco menos el enfrentamiento final en Venecia, sorprendentemente átono.

Es obligado asimismo comentar que todo el tramo que se desarrolla en el casino, con las partidas de cartas y demás, mantiene el mismo nivel de interés y tensión que la acción pura y dura. Y eso es uno de los grandes aciertos de un Martin Campbell que hasta ahora tan sólo se había destacado por ser un hábil perpetrador de secuencias de acción (“Límite vertical” y los dos zorros de Banderas), pero no un cineasta con auténtica enjundia. Sin duda, a partir de “Casino Royale” hay un antes y un después en su carrera.

El apartado villanos: bien el principal y un pelín más flojos los otros dos. Dimitrios no deja de ser una especie de chulillo tipo “Miami Vice” y el señor de la guerra africano… pues es el típico señor de la guerra africano. En cambio, como digo, Le Chiffre es un cabroncete perfectamente odiable. Sus primeros planos en las partidas, sus accesos violentos en la buenísima secuencia de la tortura, etc. le hacen ser un muy digno villano “bondiano”.

En cuanto a las chicas, Eva Green cumple con su papel de chica bond “con fondo” y Caterina Murino no deja de ser la típica aventurilla, sin más. En el caso de Green, está claro que se ha buscado un rostro de los que permanecen, más allá de un cuerpo especialmente llamativo (que también lo tiene). En cualquier caso, la relación de su personaje con Bond constituye otro de los puntales de la película, aunque en el tramo final se haga un exceso de redundancia a la hora de subrayar y anticipar ese final agridulce, con bastante más de amargura que de dulzura. Tal vez se hubiese podido dosificar un poco más el aspecto romántico, en lugar de enfatizarlo tanto al final. Pese a ello, es bien cierto que la esencia más clara de las clásicas aventuras del personaje (y del cine clásico de espías, de hecho) está precisamente en ese último tramo, con las escenas en la playa, o en los canales venecianos.

En definitiva, un excelente modo de recuperar la vitalidad perdida, el de este nuevo comienzo que es a la vez principio y evolución. Ahora lo único que cabe preguntarse es hasta qué punto los artífices de la saga van a ser capaces de mantener el nivel.

sábado, noviembre 25, 2006

"El Perfume", de Tom Tykwer

Image Hosted by ImageShack.us En ocasiones el cine ofrece grandes compensaciones al que sabe esperar. Al que no desespera. Al que persiste semana tras semana, día tras día, aguardando ese destello de genialidad, esa sorpresa agradable entre tanta mediocridad.

Adaptar una novela como “El Perfume” parecía un empeño demasiado arriesgado. De hecho, era casi inabordable, a no ser mediante una superproducción como ésta, de 50 millones de euros. Y aún así, la inversión no garantizaba absolutamente nada. Pero el caso es que Tom Tykwer lo ha conseguido. Ha facturado una adaptación casi impecable. Y es algo hermoso, para los que desde siempre hemos amado el libro de Patrick Süskind y tan sólo nos habíamos planteado una hipotética adaptación como una posibilidad remota.

En principio, lo primero en lo que uno se fija es en el personaje principal. Ben Whishaw es todo un acierto. A medio camino entre Anthony Perkins y Jonathan Rhys Meyers, se erige en un Jean Baptiste Grenouille sencillamente perfecto. Con el punto justo de equilibrio entre lo turbio y lo inocente, lo satánico y lo angelical. Sostiene todos los primeros planos y refleja toda la tormenta interior del personaje con gran acierto en esa mirada tan intensa y en ese gesto permanentemente torcido.

Los dos secundarios principales, Dustin Hoffman y Alan Rickman, excelentes asimismo en sus dos papeles con las dosis justas de importancia. Ambos muy contenidos, por cierto.

Una vez solventado el primer escollo de lo interpretativo, hay que fijarse en la fuerza de las imágenes, cosa absolutamente primordial, si atendemos al hecho de que la prosa de Süskind era igualmente rica y poderosa. Y de nuevo, Tykwer triunfa por todo lo alto. Lo que en el libro es una absolutamente magistral utilización del lenguaje, en la peli es intensidad visual. Los colores, la luz, la ambientación, una cámara que sabe estarse quieta y moverse cuando conviene, al igual que el ritmo narrativo, sostenido y enérgico según se requiera. No resulta exagerado decir que hay secuencias en las que el “olor” traspasa la pantalla. Y ni que decir tiene que es algo completamente intencionado. Pero siempre hecho con elegancia y sutilidad. Sin olvidar el acompañamiento de una banda sonora hipnótica y para nada enfática ni “molesta”.

Y ésa es una de las grandes virtudes del filme: a Tykwer no se le va la mano en ningún momento. Además de ser asombrosamente respetuoso con el material narrativo, consigue hacer del texto algo muy cinematográfico. Al fin y al cabo, el cine nos ha ofrecido multitud de retratos de asesinos en primera persona, pero sin olvidar en ningún momento la especialísima “calidad” de esta historia tan particular. Es por ello que “El Perfume” película es a la postre, tan singular como “El Perfume” novela. No cabe ninguna duda de que el cineasta alemán deja patente con una obra de esta envergadura hasta qué punto es un director talentoso y dotado. El autor de películas tan estimables como "Corre, Lola, Corre" o "La princesa y el guerrero" ha demostrado saberse manejar igual de bien con las pequeñas y con las grandes historias; con presupuestos modestos y con proyectos de grandes dimensiones. Pero siempre sin renunciar a su personalidad tras la cámara, haciendo suyo un material ajeno y difícil.

Por lo demás, resulta asombroso hasta qué punto se consigue abarcar en su justa medida todo el alcance argumental del libro, sin obviar prácticamente nada. Es posible que el pasaje que transcurre en el exilio ascético de Grenouille se pudiese haber extendido algo más, pero aún así, son momentos tan magníficamente plasmados en el filme, que no tiene mayor importancia. Del mismo modo, el largo clímax final con la exposición pública del asesino ante el populacho, que era sin ningún género de dudas uno de los momentos más complejos de llevar a la pantalla, está resuelto a la perfección.

Así pues, puede decirse que la espera ha valido la pena. Y que todos los temores eran, por suerte, injustificados. “El Perfume” sí era una obra adaptable al cine, al fin y al cabo. Como seguramente lo son todas. Lo que ocurre es que hay que tener el talento suficiente para saber hacerlo. Tom Tykwer ha demostrado tenerlo y nos ha regalado una de las mejores películas del año.

martes, noviembre 21, 2006

"Borat", de Larry Charles

Image Hosted by ImageShack.us Pues bueno, me he decidido a verla y al final me he encontrado con una gamberrada simpatiquilla. Lamentablemente, bastante irregular, eso sí.

Hay que reconocer que los aciertos predominan y que el concepto, la idea de partida del filme es magnífica: la sociedad estadounidense vista a través de los ojos de un individuo que (en apariencia) proviene de un submundo infradesarrollado, mediante un recorrido al más puro estilo de las "road movies" clásicas.

A través de distintas viñetas, se nos muestra cómo los USA profundos pueden llegar a ser muchísimo más siniestros, descerebrados y cuestionables en cuanto a mentalidad que esa desastrosa y tercermundista Kadzajistán (como se escriba).

Sacha Baron no se anda con chiquitas. En ocasiones vuelca su afán provocador de un modo completamente gratuito, como en la secuencia de la persecución nudista por el hotel, francamente desagradable y que no se entiende si no tiene lugar con el único fin de incomodar al espectador. O esa lección de buenas maneras a la mesa, rematada con un bastante poco gracioso chascarrillo protagonizado por una bolsa de plástico llena de mierda. En ese sentido, resulta mucho más conseguido el juego de palabras sobre el “retraso” de uno de los personajes. Igualmente provocador, pero mucho más divertido. O la entrevista televisiva, deudora de los peores momentos de un Roberto Benigni, pongamos por caso. Sin olvidar el anticlimático encuentro con Pamela Anderson, bastante desaprovechado a la postre.

Afortunadamente, como digo, hay otros momentos de una indudable calidad cómica dentro de ese mismo estilo gamberro y transgresor, como el “homenaje” a “Cowboy de Medianoche”, decididamente hilarante. O toda la secuencia de la ceremonia iniciática mezcla de puritanismo republicano y fervor religioso sectario, en la que Borat se convierte en una especie de Michael Moore de rasgos musulmanes. Sin olvidar el descacharrante “encierro de judíos”, en el marco de la presentación del personaje en su país, que de hecho constituye el mejor tramo de la película.

Por lo demás, uno está un poco de vuelta de esta actual corriente del “humor grueso” procedente de los cómicos de moda en USA (véase la saga “Scary Movie” y allegadas, en franca decadencia, tras un fulgurante inicio).
Ya quedan lejos las primeras apariciones de los Farrelly, con sus chistes racistas, sobre discapacitados, misóginos y de mal gusto, que por entonces resultaban francamente refrescantes y además estaban situados en el contexto de comedias de regusto clásico, tras su aparente rupturismo. Pero llega un momento en que el espectador está saturado de escatología y demás manifestaciones de gusto dudoso. No por mojigatería, sino por repetición, por hartazgo.

Así y todo, “Borat” es un artefacto de indudable efectividad y que en algunos momentos llega más lejos que ninguna otra, lo cuál le otorga un cierto mérito, aunque a ojos de alguien pueda resultar un mérito más que dudoso.
Con sus limitaciones y sus irregularidades, eso sí, cosa bastante preocupante en un filme que no llega a la hora y media. Pero que se deja ver con agrado y permite más de un momento de sano regocijo culpable.

lunes, noviembre 20, 2006

El Bar Bodega Lanau: Una chirriante puerta dimensional

Image Hosted by ImageShack.us Lo descubrimos una tarde cualquiera.
Un bar pequeño, cutre, oscuro, sucio… pero lleno de encanto.
Según se entraba, a la derecha, había una vieja máquina de selección de discos, con los grandes éxitos… de diez años atrás. Un poco más allá, las escasas dos o tres mesas de madera desportillada, con sillas no menos titubeantes. A la izquierda, la barra con sus seis o siete taburetes, casi nunca vacíos, pero jamás ocupados por completo. Y al fondo, el reclamo que nos impulsó a entrar: una (inexplicablemente) lujosa y nueva mesa de billar americano. El baño, como siempre, al fondo a la izquierda. Pero del baño es mejor no hablar. Sólo entré una vez y, a pesar de lo lamentable de mi estado, es una imagen que difícilmente se me borrará de la cabeza.

¿Qué tenía de especial aquel bar?, ¿qué tenía de distinto un lugar tan aparentemente gris y vulgar?, pues nada, evidentemente. Y ahí radicaba su singularidad. Era un espacio tan poco llamativo, que nadie se fijó nunca en él. Nadie salvo nosotros. Y lo hicimos nuestro.

La familia que lo atendía, unos sudamericanos de origen judío, (el hombre bajito y moreno, con una tupida barba negra; y la mujer igualmente bajita, con gafas y una permanente expresión de jovialidad) nos trataban como auténticos caballeros. Siempre procurando tener a punto la mesa de billar, las cervezas frías… y si en algún momento de juvenil y alocada irresponsabilidad alguien fue tan temerario como para pedir algo de comer, se desvivieron por servírselo, aunque el hijo del dueño, con su pelo cortado al cepillo y sus gafas de culo de vaso, tuviese que ir a comprarlo al colmado de enfrente a toda prisa. También había una hija adolescente: delgada y tan gris como todo lo demás, que hacía los deberes del colegio sentada en la mesa del fondo. Posiblemente el único rastro de carne joven femenina que conoció el local, a lo largo de su existencia.

El Bar Lanau se convirtió en nuestro punto de encuentro preferido. El rincón donde planeábamos las tardes y las noches de diversión incontenible, inesperada y siempre distinta, en los novillos del colegio o en los eternos fines de semana.

Incontables partidas de billar, innumerables cervezas de todos los tamaños posibles, las mismas canciones de la máquina de discos cantadas a coro y a pleno pulmón una y otra vez, con el ocasional acompañamiento de los parroquianos habituales, encabezados por el entrañable viejo vagabundo con todo el aspecto de sufrir varios delirium tremens a lo largo del día, pero que, como un auténtico funambulista de lo etílico, era capaz de encaramarse a lo alto del taburete de la barra sin un titubeo y de bajar con la misma grácil agilidad, aunque horas después nos lo encontrásemos tirado en alguna esquina de la calle.

Muchas tardes acabamos invitando o siendo invitados por clientes de todo tipo, pero con un distintivo común: su inequívoco olor a perdedor urbano. Independientemente de su aspecto exterior, eran perdedores. Nadie con las piezas de su vida bien encajadas se dignaría a perder las horas en un antro semejante.
Nosotros nos reíamos de ellos y con ellos, éramos jóvenes y teníamos todo el tiempo por delante. Para nosotros, aquellos días eran el principio de nuestros pasos por la vida adulta, libres y sin responsabilidad. Los mejores días. Los que se disfrutan al máximo, porque no somos conscientes de que alguna vez se terminarán.

Al cabo del tiempo, nuestras vidas tomaron unas rutinas distintas y dejamos de ir. No fue algo repentino, sino que se produjo de manera gradual.

Años después, por azares del destino, me vi convertido en espectador de todo aquello, en lugar de ser el protagonista activo. Me vi en lo alto del taburete, solo, a primeras horas de la tarde, mientras un grupo de adolescentes bebían, jugaban y reían alrededor de la mesa de billar. El Bar Lanau había cambiado de “dueños”. Ya no éramos nosotros, eran otros. Yo sólo era parte del decorado.

Los auténticos propietarios del local habían envejecido, pero seguían ejecutando mecánicamente los mismos movimientos, los mismos gestos, como autómatas renqueantes… De los dos hijos ya no quedaba rastro. Posiblemente habían huído de un lugar tan deprimente y poco adecuado para una juventud sana, que no lo viviese como una estación de paso, como una puerta dimensional a otros tiempos.

Ya hace mucho tiempo que dejé de frecuentar el bar definitivamente. Me pregunto si aún existirá, porque ciertamente, era un auténtico milagro que un negocio como aquél se mantuviese en pie. Me pregunto si aún existirá, o si existió alguna vez… como aquellas tardes perdidas.

viernes, noviembre 17, 2006

Ritual nostálgico


A veces se me disparan pensamientos
Cansados de pasar frío dentro de mi cabeza
Cada mañana cierro los ojos y me desenamoro
Desnudando mi alma y abrigando una sonrisa triste
Mis deseos se escapan a tu encuentro
Estoy hecho de viento
Y cuando echo a andar me abrazo a tu sombra para no caer
Me consuelo arañándote con los besos que no te di
Aferrándome a las caricias que inventé para ti
Hasta el estruendo de las nubes al pasar me perturba
Y mientras tú no me sueñas,
yo me pierdo tras el sol de invierno
Otra mañana el cielo gris se ha olvidado de mí
Otra vez he perdido todo el tiempo,
Sólo quedan cenizas de fuego frío
Llenando de lluvia gris este lugar vacío

lunes, noviembre 13, 2006

Oh, fungoso Lovecraft!!



Me gustan tus pesadillas, ominosas y oscuras.
Me gusta recorrer contigo esas calles empedradas y tortuosas de las antiguas poblaciones costeras, llenas de secretos malolientes, a donde van a morir los océanos hechizados. Esos caminos grises y otoñales, donde los ojos muertos de las casas aisladas vigilan y esperan, en las perdidas horas del crepúsculo.
Adentrarme en todas las habitaciones polvorientas, al final de la escalera, donde tantos infelices han hecho frente a un destino inconcebible, devorados por las sombras de sí mismos.
Imaginar lo innombrable, a escondidas, a altas horas de la noche, mientras todos tratan de cerrar los ojos y dormir sin sueños perturbadores.
O simplemente viajar a las lejanas tierras de la infancia, con una copia en tres minutos de la Llave de Plata, a través de parajes extraños, habitados por seres más extraños aún que los hombres.
Nadie como tú ha sabido soñar tanto y tan bien.
Supiste crear de la nada un universo a tu medida, poblado de criaturas pavorosas, por tierra, mar y aire.
Llenaste el inconsciente colectivo de malos pensamientos, souvenirs de tus viajes por turbias dimensiones.
Y lo que en vida fue silencio y vacío, tras tu muerte se ha convertido en la única existencia posible de muchas vidas amargas, que han podido encontrar consuelo en las mismas tinieblas que te protegían a ti del acechante caos del mundo real.

domingo, noviembre 12, 2006

Las cuatro


Esta noche me siento débil.
Me apetece encontrar algún lugar dentro de mí, donde no tenga que esforzarme por encajar.
Me descubro ante los que saben transitar por las horas más delicadas del día y de la noche como en cualquier otro momento. Aquellos que pasan de largo ante los abismos cotidianos, como si tal cosa.
Yo soy el funambulista que se desliza por el filo de los segundos que van de la calma a la tempestad.
Dentro de nada, de nuevo voy a estar perdido en esa selva de espectros sonrientes jugando a ser personas.
Aunque ahora, en este punto de oscuridad, que ya ha quedado atrás y que sin embargo no parece que vaya a transcurrir nunca, todo parezca tan lejano, tan de mentira.
Me pregunto si alguno más de esos seres, equipados con sus terribles sonrisas, también se siente como un intruso a punto de ser descubierto. Y si alguno de ellos estará pensando lo mismo que yo en este instante.
O si una mañana se mirará al espejo y se preguntará qué ha sido de él, qué se hizo de su vida, entre el momento en que el futuro parecía eterno y ese presente de piel cuarteada.
Y de repente, nada de eso tiene ninguna importancia. Mi mente se dispersa y me deja atrás. Ahora mismo no hay nada capaz de hacerme sentir el suelo bajo los pies. Esta habitación es una habitación de sueño. Y esta penumbra azul. Y esa sombra dibujando tu silueta. Huele a lluvia y a tristeza. A cartas no escritas y a llamadas perdidas.
Sean las cuatro de la tarde, o las cuatro de la madrugada… no hay ninguna diferencia.
Tengo el vicio de imaginar constantemente, en el momento más inoportuno. Y mucho me estoy temiendo, porque me conozco, que en las próximas horas me va a apetecer colgarme de alguna nube, aunque sea de tormenta.

sábado, noviembre 11, 2006

"Los fantasmas de Goya", de Milos Forman

Image Hosted by ImageShack.us Enfrentarte a una nueva peli de Don Milos Forman no es algo que suceda todos los días. Y es que estamos hablando de uno de los cineastas contemporáneos más importantes, con una trayectoria trufada de nuevos clásicos (“Amadeus”, “Valmont”, “Alguien voló sobre el nido del cuco”…) Vamos, que la cosa no es de broma.

Además, resulta regocijante que el director checo haya venido a España a situar su nueva obra. No sólo a situarla, de hecho. Sino que en este proyecto ha trabajado codo con codo con muchísimos profesionales del cine hispano, delante y detrás de las cámaras.

¿El resultado? Lejos de sus mejores obras, desde luego. Pero aún así, se trata de una película interesante, valiente y con muchísima personalidad. No es el típico producto con vocación alimenticia. Hay en él un empeño por elaborar un fresco de época, pero no de cualquier manera, sino introduciéndose de pleno en ella.

Para ello, ha contado con tres auténticos pesos pesados de la interpretación: Javier Bardem, dejando una vez más patente su gusto por lo camaleónico en un papel ciertamente agradecido y del que sabe sacar todo el jugo; Natalie Portman demostrando de nuevo que es, con diferencia, la mejor actriz de su generación en un doble papel arriesgado y alejadísimo de lo que cabe esperar de una simple estrella hollywoodiense, etiqueta que siempre le ha venido pequeña, por cierto; por último, Stellan Skarsgaard, que no tiene absolutamente nada que demostrar puesto que su sola presencia ya es una garantía de calidad y que en esta ocasión construye a un Francisco de Goya creíble, humano y alejado de los histrionismos tan tentadores que podrían adoptar muchos otros intérpretes, a la hora de meterse en la piel de un personaje así.

Además de ellos tres, una extensa galería de secundarios con Michael Lonsdale y Randy Quaid (como un curioso Rey de España) por parte foránea y un auténtico desfile de rostros conocidos de nuestro cine, abarcando diversas generaciones: desde los noveles Unax Ugalde y Fernando Tielve, pasando por José Luis Gómez (inmenso), Mabel Rivera, Blanca Portillo, Ramón Langa, Emilio Linder, Simón Andreu… y un par de guiños a los amantes del fantástico hispano de los 70: Jack Taylor y Victor Israel en un par de anecdóticas pero entrañables apariciones.

Sin duda, el punto fuerte de la película está en las interpretaciones. Y es que el guión adolece de un exceso de ambición. Lo cuál de por sí no sería malo, pero en ocasiones se traduce en una sobreabundancia de contenidos, pretendiendo abarcar un marco temporal demasiado amplio (en menos de dos horas). Guión que es obra del “buñueliano” Jean Claude Carriere, por cierto, quien ya trabajase con Forman en “Valmont”, por ejemplo, y cuyos libretos siempre tienen un punto de riesgo y originalidad, que los hace muy atractivos.

Formalmente y utilizando términos pictóricos, Forman se aproxima a la figura de Goya utilizando un trazo grueso, planteando una estética ciertamente cercana a las fantasías goyescas, ayudado por el imprescindible Javier Aguirresarobe en la fotografía. El aspecto del personaje de Inés (Portman), sin ir más lejos, es perfectamente reconocible como una figura que parece directamente salida de uno de los trabajos del pintor.

Por lo demás, el filme sigue una estructura casi de thriller en algunos momentos, de ritmo vivo y chispeante, muy carnal, muy europeo. Y no puede decirse que tenga defectos demasiado acentuados en realidad. De hecho, el principal propósito, que es el de retratar los orígenes de la inspiración goyesca, situar al espectador en el contexto de su obra, etc. todo ello acaba Forman consiguiéndolo sin excesivo esfuerzo y con mucho oficio. El problema tal vez reside, como decía, en la dificultad de hacer enteramente creíble el transcurso de una acción demasiado prolongada en el tiempo, que actúa de un modo muy acentuado en los caracteres de los personajes principales. El cambio que sufre el personaje de Bardem, sin ir más lejos, se me antoja demasiado abrupto.

En cualquier caso, hay que valorar que el acercamiento al tema de Forman no haya sido algo tangencial y simplemente el de un cineasta entreteniéndose en juguetear con elementos para él exóticos, sino que verdaderamente haya tratado de introducirse muy a fondo en lo que está contando. Y en la forma de hacerlo. Con personalidad (en algunos momentos, lo grotesco de las imágenes recuerda al cine de Ken Russell), pero sin perder de vista el interés por contar bien una historia y no perderse en pajas mentales (ahí ya se distancia del cine de Russell).

Es posible que un filme de estas características resulte “carne de cañón” para cierta crítica. Yo prefiero centrarme más en disfrutar del trabajo de un cineasta que se ha permitido un amplio margen de libertad creativa y que da la sensación de habérselo pasado muy bien haciendo lo que le apetecía. Además, como quien no quiere la cosa, ha sido capaz de sacar tres interesantísimas interpretaciones del trío protagonista, cosa que posiblemente haga parecer más consistente una película que no lo es tanto, pero que desde luego, no constituye ningún insulto a la inteligencia de ningún espectador mínimamente curioso.

"Ficción", de Cesc Gay

Image Hosted by ImageShack.us Tenía bastantes esperanzas puestas en la nueva película de Gay. Tras sus primeros trabajos, en creciente progresión, éste parecía ser su punto culminante (al menos por el momento). Pero al final las expectativas se han visto un poco defraudadas. Sólo un poco.

Lo que se nos cuenta en “Ficción” es casi una extensión con cambio de sexo de lo que le ocurría a Mónica López en la anterior película de Gay, “En la ciudad”: una individua, individuo en este caso, que se halla en un momento de crisis dentro de su madurez, al que un golpe inesperado del destino le sitúa en una encrucijada emocional que le obligará a tomar una decisión que rompa totalmente con lo que ha sido su vida hasta ese momento, o por el contrario, dejarla pasar de largo.

Gay parece empeñado en indagar dentro de las crisis vitales a lo largo de los años. En “Krampack” su objeto de estudio era la adolescencia. En cambio en las dos últimas, se ocupa del colectivo de los “treintañeros casi cuarentones”.

Y bueno… no se puede decir que el filme no esté conseguido. Como película, es un trabajo irreprochable. El problema radica en que es una historia que ya se nos ha contado muchas veces: la del romance no consumado. Y si atendemos a precedentes como “Tierras de penumbra” de Attenborough, “Los Puentes de Madison” de Eastwood o “Lo que queda del día” de Ivory… por mencionar algunos por los que siento especial devoción, pues claro, no ha lugar a las comparaciones. Mejor no seguir por ahí. En cualquier caso, pese a las similitudes que pueda haber, no dejan de ser trabajos muy distintos, en cuanto a las ambiciones formales.

Y aún así, “Ficción” tiene rasgos destacables. Empezando por las interpretaciones. Todos están realmente bien. Eduard Fernández construye su personaje a partir del carácter que ya interpretaba en “En la ciudad”. Y es que diríase que se trata del mismo individuo: sensible, retraído, que sufre en silencio pero con dignidad… aunque bien es cierto que en esta ocasión, no hay tanto poso dramático. Por otro lado también destaca un Javier Cámara que sigue explotando su registro de “buen tipo normal” que ya nos mostrara en “La vida secreta de las palabras” de Coixet. Una interpretación brillante, pese a no tratarse de un personaje especialmente memorable. Las mujeres también muy bien, con mención especial para la debutante Montse Germán.

En cuanto al guión, dejando aparte lo manido del argumento, sí se nutre de los precisos diálogos que son característicos en los trabajos del director catalán. Diálogos que dicen mucho, con pocas palabras. Y lo dicen muy bien.

Por lo demás, la película adolece de un naturalismo un pelín demasiado forzado. En un entorno urbano era más fácil disimularlo, gracias a la presencia de los decorados, de la figuración, etc. pero aquí hay momentos en que el artificio amenaza con desmoronarse. Afortunadamente, son muy pocos.

A pesar de ello, hay secuencias que compensan cualquier defecto, como la despedida final en la curva de la carretera, llena de callada intensidad, rematada con esa preciosidad de frase en la boca de la chica: “de vez en cuándo está bien enamorarse un poco, ¿no?”.

En definitiva, posiblemente se trata del trabajo menos inspirado de su director, sin la chispa de “Krampack” o la lucidez de “En la ciudad”, pero en cualquier caso, es un filme que ocupa un digno lugar en una carrera aún con muchas cosas por decir.

viernes, noviembre 10, 2006

Hola, es viernes y soy estúpido



Porque me invento un fin de semana que parece algo distinto y en realidad va a estar lleno de las mismas horas inútiles. Quiero rebelarme contra esa sensación de ser un juguete del viento de los días, yendo de la felicidad más ridícula a la depresión más absurda. Pero no lo consigo. No puedo evitar que ahora mismo me quepa más aire en el pecho, que los demás me vean contento, que me den vueltas en la cabeza mil y un pequeños proyectos que el lunes por la mañana se habrán disipado sin dejar rastro y por supuesto, sin llegar a realizarse. Al fin y al cabo las agujas del reloj van a dar las mismas vueltas, voy a ver los mismos rostros de siempre (porque los rostros desconocidos también son los mismos repetidos) y nada va a suceder que justifique esta sonrisa idiota. Y eso que todavía no me he tomado ninguna cerveza. Esta noche todavía será peor. No va a ser un fin de semana interminable, del mismo modo que el lunes no dará inicio a una semana eterna. Pero yo seguiré presa de las mismas sensaciones, como una máquina que no cambia de combustible y que parece programada para sonreír o fruncir el ceño a horas fijas. ¿Dónde está la estabilidad?, ¿dónde está el punto medio?, ¿dónde está la indiferencia? Me gustaría ser dueño de mis emociones. Y no es que esta euforia sea desagradable. Es sólo que va acompañada irremisiblemente del temor a que se termine. Hace tiempo que no consigo desprenderme de ese miedo. Cada vez que me siento bien, tener la sensación de que tarde o temprano tendré que pagar algún precio. Qué mal rollete, amigos. En fin, tenía la esperanza de que tras escribir esto, mi ánimo se habría estabilizado, pero… para nada. Creo que todavía estoy más animado que antes. ¿No es para desesperarse?

"Marciano, vete a casa", de Fredric Brown


Excelente regusto, el que me ha dejado el primer contacto con Brown.
Una de sus obras más celebradas y que desde luego, no desmerece la fama que tiene.

Un argumento que posiblemente en manos de otro autor no hubiese dado más de sí que para un relato, en la pluma de Brown se convierte en una novela en la que no sobra ni falta absolutamente nada.

Revestida de un aparente tono de intrascendencia y utilizando el humor como recurso más que válido, el autor aprovecha para deslizar buenas ideas, acerca del comportamiento del ser humano, de las conductas sociales, etc. Y de cómo todo ello se sostiene en un equilibrio más que precario, que se puede resquebrajar en el momento menos pensado.

Y lo hace dibujando una serie de pequeñas viñetas en las que enmarca el desarrollo de la acción, con un hilo conductor general (la invasión marciana) y con un protagonista (Luke, el escritor) que asiste al devenir de los acontecimientos. Todo ello, como digo, utilizando un estilo humorístico, que lleva al lector de la sonrisa a la carcajada en muchos momentos, pero sin perder de vista las posibilidades que plantea el tema, más allá del simple desarrollo de la trama.

Además, en el último tramo de la historia, ésta adquiere un tono filosófico que, no por ligero, deja de resultar interesante. Es el momento en que se plantea el origen de la invasión y éste se asocia de alguna manera al oficio del creador literario, del artista en definitiva, enlazando con teorías como el solipsismo.

Así pues, estamos ante una novela que se puede disfrutar a varios niveles. Que no pretende penetrar a fondo en cuestiones de gran calado, pero que sin embargo, Brown sabe situar magníficamente en el contexto de un divertimento inteligente.

jueves, noviembre 09, 2006

"Spider", de David Cronenberg

Image Hosted by ImageShack.us La partitura de Howard Shore, con un piano de tono clásico y de inequívoca belleza, tan agradable y perturbadora a la vez como el compositor nos tiene acostumbrados, nos introduce en la historia.

En un plano sostenido lleno de rostros anónimos desfilando por un andén y tras una breve pausa llena de intencionalidad, asistimos a la aparición del personaje de Ralph Fiennes. No sabemos de dónde viene, pero simplemente en ese primer plano general nos habla mucho de sí mismo. Un tipo esquivo e inescrutable.

Esa mirada extraviada del actor británico que ya en otras ocasiones nos ha mostrado, sirve para reflejar el abismo interior del personaje, en el marco de una interpretación contenida, pese a lo que pueda parecer.

En esas primeras secuencias, el piano de Shore transmite una calma tensa, llena de premoniciones. Como una nana que preludia pesadillas.

A partir de ahí, tras unos primeros pasajes que captan nuestra atención mientras jugamos a adivinar qué camino va a tomar la narración, asisitimos al devenir de Spider como fantasma corpóreo, dentro de su propia existencia. Moldeando la realidad según su mirada alucinada. Una mirada en apariencia serena, pero de la que nunca es dueño en realidad. Que le desafía y le arrastra.

En un fascinante ejercicio cinematográfico, Cronenberg construye el drama interior del protagonista, como si de una película de terror se tratase. Llena de recodos en sombras, de miradas acechantes, con personajes típicamente terroríficos, como la puta que no deja de ser una “bruja mala” de cuento.

La metáfora de la tela de araña como arma y protección a la vez, el puzzle que Spider trata de construir en la casa de huéspedes, vano empeño de dibujar una imagen liberadora frente a su tortura mental. Todo el filme está lleno de pequeños hallazgos, unos más evidentes que otros, pero que continuamente desafían al entendimiento del espectador y lo estimulan.

A pesar de tratarse de una historia ajena, Cronenberg la hace suya desde el primer instante, no sólo por la turbiedad que destila, sino también en lo formal, a base de planos intensos, muchas veces captando las figuras desde un nivel inferior, consiguiendo que éstas llenen la pantalla de ominosidad e inquietud.
Los propios exteriores de la película muestran la misma desolación que los interiores. Los decorados, monocordes y sucios. La luz, apenas cambiante.

Desde el punto de vista argumental, es fascinante el modo en que el personaje de la madre, magníficamente interpretado por Miranda Richardson, se adueña de la acción, introduciendo al espectador en la misma zozobra que a Fiennes. Y es que paulatinamente, se nos obliga a tomar parte en ese vértigo infernal que es la realidad para el protagonista. Momentos como el que nos muestra a Fiennes oliendo el abrigo de piel de leopardo dentro del armario de la casera, provocan un malestar, un mareo casi físico.

Resulta también muy logrado el tono narrativo, que suave pero firmemente nos va provocando mayor desconcierto, dándonos la sensación de que cada vez penetramos más y más en la negrura de una pesadilla que no sabemos cómo terminará y ni siquiera si tendrá fin. Del mismo modo que posiblemente nunca lleguemos a conocer la verdad del personaje, que a su vez tampoco sabrá jamás distinguir entre lo que es real y lo que es exclusivamente fruto de su imaginación enfermiza.

Un Cronenberg “mayor”, en definitiva. Lleno de madurez, pero sin renunciar a las constantes de su obra. Convirtiendo la contención formal en algo intenso y perturbador, tras las estridencias visuales de su última etapa (“Crash”, “eXistenZ”…) y antes de retomar su tono más comercial con la estimable pero definitivamente menos arriesgada y conseguida “Una historia de violencia”.

Ceremonia


He vuelto a soñar con nuestra boda. Los invitados, sudorosos y con olor a colonia rancia. Los padrinos dándome palmadas y las madrinas llenándome de carmín y deseos reprimidos. La ceremonia y las prisas, la salida al exterior y la zozobra, el banquete y el vino. Los camareros cada vez que se acercaban aprovechando para olerme y relamerse con disimulo. La sala llenándose de silencio progresivamente. Se han apagado las risas y los gritos. He mirado a mi alrededor y todos tenían sus ojos clavados en mí. Al empezar a correr he visto de reojo al chef asomándose, con el cuchillo de trinchar la carne. Mis propios alaridos me han despertado y ahora me veo aquí, en el bar donde aún no te he conocido.

De cómo el arte te puede cambiar

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Hace 20 años, todo cambió. En el momento en que alguien me prestó un libro: "La casa en el confín de la Tierra" de William Hope Hodgson. Una maravillosa novela fantástica, mezcla de terror y ciencia ficción.

Pero no es del libro de lo que voy a hablar aquí.

Hasta entonces, mis lecturas se habían reducido a temáticas juveniles, lineales, sin "alma".
Pero a partir de aquel momento, descubrí no sólo que la literatura (el arte, en general) posee la capacidad de emocionar, de perturbar... no únicamente de "distraer", sino que incluso tiene la capacidad de cambiar a las personas.

Encontré en aquel libro una serie de descripciones, de paisajes, enteramente emocionales. Por cómo estaban escritos y por lo que sugerían. Porque el efecto que me causaban iba mucho más allá que el de las narraciones con las que me había topado antes, que no iban más allá de proporcionarme un rato agradable o ampliar mi vocabulario.

Aquel libro me hablaba de tristezas, de nostalgia, de lugares (en apariencia) inimaginables pero maravillosamente descritos. Lugares físicos y psíquicos. Lugares sobretodo emocionales, como digo.

Y esto lo percibí especialmente en un pequeño poema del preámbulo de la novela. Un poema ciertamente arcaico y anticuado, muy identificable con la literatura fantástica de finales del siglo XIX y principios del XX y del estilo de Hodgson en particular, siempre tan barroco y redundante.

Pero el caso es que aquel poema me cambió. Y a día de hoy no sé si para bien, o para mal. Lo único que sé es que a partir de su lectura, ya no volví a ser el mismo.

Con los años, con la perspectiva del tiempo, he tratado de discernir hasta qué punto es una exageración, si no habría otras cosas que incidiesen más directamente en mi carácter. Pero no las he encontrado.
Aquel texto abrió un abismo, dentro de mí. Un abismo al que nunca he podido dejar de asomarme, que ha influido totalmente en mi manera de ver el mundo y de moverme por él.

Aquí está:

Fiera hambre reina dentro de mi pecho
Yo no había soñado que este mundo todo
Que dios estruja en sus manos podía dar
Tan amarga esencia de inquietud
Tanto dolor como el que ahora aúlla
Desde este espantoso corazón liberado

Cada aliento sollozante es sólo un grito
Mis latidos redoblan de agonía
Y un solo pensamiento ocupa mi cerebro
Que nunca más en esta vida se tocarán
(salvo en el dolor de la memoria)
tus manos y las mías, porque no existes

A través del vacío de la noche te busco
Y te llamo en mudo silencio
Pero no estás, y el trono inmenso de la noche
Se transforma en iglesia y sus campanas estrellas
Repican para mí
El más solitario en todos los espacios

Y famélico me arrastro hasta la orilla
Donde acaso me aguarde algún consuelo
Del eterno corazón del viejo mar
Pero oíd, de las solemnes profundidades
Las voces lejanas del misterio
Parecen preguntar por qué nos separamos

Allá donde voy me encuentro solo
Aunque una vez, al tenerte a ti, lo tuve todo
Mi pecho es un dolor furioso por todo lo que fue
Y ahora corre al vacío donde la vida se precipita
Donde todo se pierde y ya no vuelve a ser


Siempre me ha acompañado. Siempre lo he tenido presente, no sólo en la memoria, sino en mis gestos, en mi mirada, en mi forma de comportarme y percibir la realidad.

Y es curioso, pero creo que si todos volviésemos la vista atrás, podríamos encontrar algo: un momento, una vivencia, una persona... que haya influido decisivamente en nuestra vida. Pero también un libro, una película o una canción. Estoy convencido de ello.

miércoles, noviembre 08, 2006

Aunque tú no lo sepas


Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminado
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...

Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.

También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuanto te marchas.

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.

LUIS GARCÍA MONTERO

jueves, noviembre 02, 2006

Llegó el otoño, llegó la muerte


Cristalizan todas las promesas incumplidas del verano. Se hacen añicos. Y el viento se lleva los restos.
Parques desiertos al atardecer entre vaivenes de hojas muertas, sombría coreografía de desolación.
La brisa, cada vez más afilada, tensa la cuerda de mi nostalgia y la hace sonar. Dulces horas, de primerizas oscuridades.
La noche gana terreno, entre luces artificiales que nunca llegan a calentar. Que no iluminan mis rincones más oscuros.
Mañana el cielo volverá a ser gris, reflejo de tantos rostros anónimos, tantas tormentas silenciosas que deambulan por las calles, erráticas, sin llegar nunca a estallar.
Me gusta observar la vida transcurriendo al otro lado de la ventana. Desentrañar qué enigma se asoma al balcón de cada mirada, qué secreto se callan las sombras de la ciudad.
En esta tarde de lluvia, añorar otras tardes de lluvia.
Olvidarme de mí mismo y de lo que quedó atrás, sepultado por el tiempo y la marea.
Buscar cobijo en ese lugar sin nombre, que habita en mi interior y al que nunca puedo (ni quiero) evitar volver.
Y esperar, al fin, el invierno que congelará todas las ilusiones fugaces que no terminan nunca de morir.