C
Había una vez una casa de dos plantas, al final de una cuesta empedrada.
Tenía un comedor frío, pero con chimenea. En uno de los extremos, un mueble con muchos cajones, abarrotados de juguetes y cuentos. El sonido de los troncos quebrándose al fuego, el calorcito acompañando durante las últimas noches del verano, la comida a la brasa, reunidos en torno a la televisión, en aquellos días días en los que nunca faltaba nadie.
Al fondo, la cocina, donde una vez me dieron a probar queso haciéndome creer que era otra cosa.
Y un baño muy pequeño.
Las escaleras de mármol, por las que tantas veces me caí (aunque por entonces, ninguna caída era muy dolorosa). Arriba, un pasillo muy largo y las habitaciones.
En la primera dormía yo, aunque a veces me costaba conciliar el sueño, después de haber visto a escondidas las películas de miedo del programa doble en el cine del pueblo. Pero qué agradable el despertar con el sonido de los pájaros en el alféizar de la ventana y todo el verano por delante.
En la segunda mis padres, en la cuarta mis hermanas y en la tercera jugábamos toda la tarde y jamás se nos ocurrió pensar qué pronto acabaría todo.
Al fondo, otro baño más grande.
Teníamos un jardín enorme. Para no perderme en él, llevaba grabado en las rodillas un mapa con cada metro cuadrado en el que me caí aprendiendo a montar en bici.
A los lados, un huerto en el que, en lugar de ayudar a sembrar patatas, prefería entretenerme buscando caracoles, tras las tormentas de agosto. Qué pena me daba comérmelos, pero qué buenos estaban.
El pueblo no era pequeño, pero tampoco muy grande, tenía el tamaño justo. Siempre había algún rincón nuevo por explorar y escondrijos donde enterrar promesas por cumplir el verano siguiente. Hasta que no hubo verano siguiente.
A las afueras, empezaban caminos cada vez más deshabitados, que conducían al bosque, al río, a todos los parajes que no volverán a verme caminar con mi padre, recogiendo setas y pescando cangrejos.
Me han dicho que ese pueblo y esa casa siguen existiendo, pero hoy necesitaba escribirlo, porque de vez en cuándo necesito convencerme a mí mismo de que fueron reales.
8 Comments:
Me encanta...
Siempre que he vuelto a los lugares de mi niñez todo me parecía más pequeño. Lo que me resulta más evocador es reconocer a algún olor de mi infancia.
Un saludo.
Yo sé que fueron reales porque no puedo volver a ellos.
Cada vez que me levanto con el sonido de los pájaros vuelvo a mi niñez y noto que me invade una tremenda sensación de bienestar.
Nunca habrá tardes como aquellas tardes, esos nos dice la estupida razón que siendo niños no teníamos. Esas sensaciones infantiles siempre quedan porque no podemos olvidar la felicidad que disfrutamos siendo unos crios.
Sigue recordando y serás un poquito más feliz.
Un saludo de Aguitapati.
Vuelve, te queremos.
¡queremos actualizaciones!
Opino lo mismo que Terrence, QUEREMOS ACTUALIZACIONES!!!
Salu2
Los felices jardines de nuestra infancia, sí...
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