domingo, mayo 06, 2007

La primera línea de mi currículum


A veces no es necesario irte al desierto para sentirte en mitad de un paisaje desolado. Recuerdo una oficina donde las horas se arrastraban, viscosas. Donde el perfume a ambientador barato enmascaraba el olor del fracaso. Frente a cada una de las cinco mesas se desgastaba una vida. Cada una de ellas distinta en apariencia, pero todas ellas con un fondo igualmente gris. No había aire. No había claridad. Por no haber, no había ni ventanas. Y tan sólo adivinabas que el mundo seguía girando por el rumor sordo del tráfico, amortiguado por el yeso húmedo e impenetrable. Una luz amarillenta y cansina, que no dejaba respirar ni a las sombras de los rincones. Y el sonido chirriante y mecánico de las máquinas de escribir, los papeles cambiando de lugar y alguna tos ocasional. Los lunes empezaban con silencios soñolientos y resignados. Y los viernes acababan con una patética simulación de alegría y con la mínima expresión de frágiles esperanzas, siempre con fecha de caducidad. Cada pequeña oportunidad de escapar a la rutina era recibida con un entusiasmo casi infantil. Pero enseguida, la presencia ominosa del triste y abominable ser que gobernaba aquellas cinco vidas se encargaba de hacerles sentir como monigotes de papel arrastrados por el viento. Eso era lo peor de todo. La certeza de irreversibilidad. Aquella habitación era una trampa mortal, de la que nadie podía escapar. Yo todavía no sé cómo lo conseguí. Y aún así, creo que una parte de mi energía juvenil quedó impregnada en aquellas cuatro paredes.