miércoles, mayo 02, 2007

El muñeco


El muñeco de trapo azul y blanco tendido sobre la cama, si hubiese podido ver, hubiese visto asomar los primeros rayos de sol a través de la persiana a medio bajar. El día prometía calor y agobio. Poco a poco los primeros movimientos en la casa se fueron convirtiendo en las prisas cotidianas de las primeras horas de la mañana. El muñeco asistía imperturbable a las idas y venidas de los miembros de la familia, pero no se podía permitir pensar, por no tener cerebro ni vida. Al cabo de un cierto tiempo, todo fue silencio. La casa se había quedado vacía. Amortiguados, los sonidos del exterior indicaban el devenir incesante de la ciudad en movimiento. Y las horas empezaron a pasar. A medida que avanzaba el día, las sombras en la pared se iban trasladando de lugar, cubriendo diferentes zonas de la habitación y dejando ver otras que hasta entonces habían permanecido ocultas. Al fin, alguien llegó. Después, poco a poco, la familia al completo se hallaría de nuevo reunida. Si el muñeco hubiese podido oír, lo que más escucharía sería el sonido del televisor, allá en el salón. Y de vez en cuándo, el ocasional chocar de los cubiertos contra los platos. Algún tiempo después, los niños volvieron a irse, no sin antes trastear un poco en la habitación, pero no con él. No con el muñeco. Para ellos, él tan sólo era un objeto más, sin función ni sentido alguno. A continuación, eran los padres quienes abandonaban la casa. Era entonces cuando daba inicio el período más desolador e interminable de cada jornada. Aquellas horas de la tarde se harían eternas para el muñeco, si hubiese tenido forma de medirlas. Todo eran rumores confusos, completamente ajenos a él. Si hubiese podido pensar, hubiese deseado estar en cualquier otro lugar, donde poder sentirse parte de algo. Pero no podía. Estaba atenazado por la imposibilidad de cualquier cosa. Pero tampoco podía preguntarse acerca de eso. Era un simple objeto de tela, blando y viejo. La oscuridad empezó a ganar terreno. Y justo cuando apenas se veía nada, ruido de llaves en la cerradura. La familia llegaba de sus quehaceres diarios. Entonces sí, todo fue algarabía y el hogar se llenó de vida. Con todas las luces encendidas, con todas las habitaciones ocupadas y cada objeto cumpliendo su función. Excepto él. El muñeco seguía limitándose a permanecer sobre la cama, mientras los niños hacían los deberes, discutían y se peleaban. Luego vino la hora de la cena, que casi era un calco de la hora de la comida, sólo que todavía se escuchaban menos conversaciones y las voces sonaban más cansadas. Finalmente, tras un rato en silencio ante el televisor, uno a uno los niños se fueron a dormir. Ya sólo quedaba el matrimonio en el salón. También se habían ido apagando paulatinamente los otros ruidos, los que hacían los vecinos, aunque el muñeco no era consciente de eso, al igual que de ninguna otra cosa. Al cabo de un par de horas, el hombre y la mujer se metieron en su habitación, cerrando todas las luces de la casa y sumiéndolo todo en la oscuridad. Entonces, cada noche, en silencio, el muñeco de trapo azul y blanco, tendido sobre la cama, si hubiese podido, se hubiese hecho tantas preguntas... hubiese querido cambiar tantas cosas... Pero no podía. Así que se limitó a quedarse allí, porque al fin y al cabo no podía hacer nada más. Y la noche transcurrió, como todas las noches. Sin que él se diese cuenta. Hasta que los primeros rayos de sol asomaron a través de la persiana a medio bajar.