miércoles, diciembre 16, 2009

Dos extraños


Allí estaba de nuevo. Como todos los viernes desde que ella había entrado a trabajar en el restaurante. Solo, en la mesa del rincón. Acercarse a él fingiendo decisión, pasarle la carta del menú y tomarle nota. Después, servirle los platos y cobrarle la cuenta. Todo ello con él mostrándose distante y sin apenas mirarle directamente a la cara. Eva ignoraba qué tenía aquel chico, ni por qué le había puesto su pequeño universo patas arriba desde hacía algún tiempo. Pero algo había que le situaba a años luz de su alma. Una distancia insalvable, del todo punto imposible. A pesar de ello: noches sin dormir, contar los días y las horas, hasta que por fin llega el viernes y allí está él, puntual para comer. Callado, abstraído, como perdido en sus propios pensamientos. La chica le miraba comer, siempre pendiente, mientras atendía otras mesas. Él, en cambio, repartía su atención entre algún punto infinito de la pared del bar y la ventana donde el mundo exterior seguía girando, a veces frío, a veces cálido. Llegaba la hora de verle salir por la puerta, siempre demasiado pronto, y entonces todo parecía venirse abajo, al tiempo que el reloj de la espera se ponía de nuevo a cero y la angustia le impulsaba a un sollozo a duras penas ahogado. Nunca podía evitar pensar si ésa era la última vez que le había visto. Que no hubiese más viernes. Y efectivamente, después de una última vez, Pedro ya no volvió más.

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Había sentido como su corazón empezaba a palpitar con más fuerza. Se acercaba la hora y aunque el kiosko ya empezaba a estar frecuentado de madrugadores que iban a buscar el periódico dominical, él sólo estaba pendiente de la esquina de la derecha. La esquina por la que, de un momento a otro, seguramente dentro de un rato, aparecería ella. Vendría, cogería el periódico y la revista (unas veces la de cine, otras veces la de música), le pagaría sin apenas dirigirle la mirada, pero con una leve sonrisa (suficiente para iluminar toda la semana de espera) y se daría la vuelta, alejándose hasta el domingo siguiente. Sabía que no podría dirigirle la palabra. Cada vez que lo había intentado, algo en el último instante parecía frenarle, diciéndole que era absurdo. Ella siempre parecía tener la mente muy lejos. Allí estaba. Acercándose lentamente. Pedro la miraba de reojo. Aquellos breves segundos estaban llenos de una atmósfera que lo volvía todo irreal. Como si el aire y la luz se detuviesen, también expectantes. Con el paso de las semanas, aquel primer sentimiento, que empezó siendo leve y fugaz, se había convertido en una obsesión. Un sinvivir. Ya había pasado. Le había dado el cambio y, como siempre, le había visto darse la vuelta, alejándose de él, dejándole un inmenso vacío. Y de nuevo, el pánico de que ella, por cualquier causa, no volviera por allí. Que no hubiese más domingos. Y efectivamente, después de una última vez, Eva ya no volvió más.