miércoles, enero 06, 2010

Nada que hacer


Fue una tarde cualquiera (pongamos la de hoy). El tiempo parecía haberse estancado como un lago helado en mitad de la habitación. Las esquinas habían desaparecido y las paredes ni se veían, de tan lejanas. Lo peor era que no había nada que hacer. Nada que pudiese cambiar el insoportable tedio de aquel Instante. Enorme, inabarcable, eterno Instante. La sola idea del ayer o del mañana perdió todo su sentido. No había música, no había palabras, no había sonidos que pusiesen en marcha los relojes. Todo era parálisis. La vida de allá afuera era ficticia y estaba separada por el abismo de aquel Momento. ¿Cómo llenarlo?, ¿qué hacer? Probablemente lo peor de todo era la sensación de que todo había terminado. Que por mucho que el mundo volviese a ponerse en marcha, ese vacío cósmico se había apoderado de mí. Se había abierto un camino a través de mi pecho y había dejado un rastro helado tras de sí, buscando refugio en algún lugar de mi interior. La pátina de realidad volvería a recubrirlo todo. Volverían las paredes y las esquinas a su sitio, lo mismo que las voces y el latido del reloj. Pero la sombra del abismo sigue estando ahí, tan cerca que parece que me vaya a atrapar simplemente mirando por el rabillo del ojo, o cuando más afianzado esté en la idea de que sucede algo, de que somos más que los cuerpos que acompañan a nuestras sombras en movimiento.