El Bar Bodega Lanau: Una chirriante puerta dimensional
Lo descubrimos una tarde cualquiera.
Un bar pequeño, cutre, oscuro, sucio… pero lleno de encanto.
Según se entraba, a la derecha, había una vieja máquina de selección de discos, con los grandes éxitos… de diez años atrás. Un poco más allá, las escasas dos o tres mesas de madera desportillada, con sillas no menos titubeantes. A la izquierda, la barra con sus seis o siete taburetes, casi nunca vacíos, pero jamás ocupados por completo. Y al fondo, el reclamo que nos impulsó a entrar: una (inexplicablemente) lujosa y nueva mesa de billar americano. El baño, como siempre, al fondo a la izquierda. Pero del baño es mejor no hablar. Sólo entré una vez y, a pesar de lo lamentable de mi estado, es una imagen que difícilmente se me borrará de la cabeza.
¿Qué tenía de especial aquel bar?, ¿qué tenía de distinto un lugar tan aparentemente gris y vulgar?, pues nada, evidentemente. Y ahí radicaba su singularidad. Era un espacio tan poco llamativo, que nadie se fijó nunca en él. Nadie salvo nosotros. Y lo hicimos nuestro.
La familia que lo atendía, unos sudamericanos de origen judío, (el hombre bajito y moreno, con una tupida barba negra; y la mujer igualmente bajita, con gafas y una permanente expresión de jovialidad) nos trataban como auténticos caballeros. Siempre procurando tener a punto la mesa de billar, las cervezas frías… y si en algún momento de juvenil y alocada irresponsabilidad alguien fue tan temerario como para pedir algo de comer, se desvivieron por servírselo, aunque el hijo del dueño, con su pelo cortado al cepillo y sus gafas de culo de vaso, tuviese que ir a comprarlo al colmado de enfrente a toda prisa. También había una hija adolescente: delgada y tan gris como todo lo demás, que hacía los deberes del colegio sentada en la mesa del fondo. Posiblemente el único rastro de carne joven femenina que conoció el local, a lo largo de su existencia.
El Bar Lanau se convirtió en nuestro punto de encuentro preferido. El rincón donde planeábamos las tardes y las noches de diversión incontenible, inesperada y siempre distinta, en los novillos del colegio o en los eternos fines de semana.
Incontables partidas de billar, innumerables cervezas de todos los tamaños posibles, las mismas canciones de la máquina de discos cantadas a coro y a pleno pulmón una y otra vez, con el ocasional acompañamiento de los parroquianos habituales, encabezados por el entrañable viejo vagabundo con todo el aspecto de sufrir varios delirium tremens a lo largo del día, pero que, como un auténtico funambulista de lo etílico, era capaz de encaramarse a lo alto del taburete de la barra sin un titubeo y de bajar con la misma grácil agilidad, aunque horas después nos lo encontrásemos tirado en alguna esquina de la calle.
Muchas tardes acabamos invitando o siendo invitados por clientes de todo tipo, pero con un distintivo común: su inequívoco olor a perdedor urbano. Independientemente de su aspecto exterior, eran perdedores. Nadie con las piezas de su vida bien encajadas se dignaría a perder las horas en un antro semejante.
Nosotros nos reíamos de ellos y con ellos, éramos jóvenes y teníamos todo el tiempo por delante. Para nosotros, aquellos días eran el principio de nuestros pasos por la vida adulta, libres y sin responsabilidad. Los mejores días. Los que se disfrutan al máximo, porque no somos conscientes de que alguna vez se terminarán.
Al cabo del tiempo, nuestras vidas tomaron unas rutinas distintas y dejamos de ir. No fue algo repentino, sino que se produjo de manera gradual.
Años después, por azares del destino, me vi convertido en espectador de todo aquello, en lugar de ser el protagonista activo. Me vi en lo alto del taburete, solo, a primeras horas de la tarde, mientras un grupo de adolescentes bebían, jugaban y reían alrededor de la mesa de billar. El Bar Lanau había cambiado de “dueños”. Ya no éramos nosotros, eran otros. Yo sólo era parte del decorado.
Los auténticos propietarios del local habían envejecido, pero seguían ejecutando mecánicamente los mismos movimientos, los mismos gestos, como autómatas renqueantes… De los dos hijos ya no quedaba rastro. Posiblemente habían huído de un lugar tan deprimente y poco adecuado para una juventud sana, que no lo viviese como una estación de paso, como una puerta dimensional a otros tiempos.
Ya hace mucho tiempo que dejé de frecuentar el bar definitivamente. Me pregunto si aún existirá, porque ciertamente, era un auténtico milagro que un negocio como aquél se mantuviese en pie. Me pregunto si aún existirá, o si existió alguna vez… como aquellas tardes perdidas.
1 Comments:
He conocido sitios así o, tal vez, los he soñado. Alguien muy cercano se empeña en seguir buscándolos en cada esquina y, a veces, rescatamos alguno de la memoria.
Él sigue pensando en "La Perla", yo en "Casa Sindo". Afortunadamente, todavía nos queda "El Tribunal".
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