sábado, diciembre 13, 2008

Antonio, el de la ferretería


Ya son las nueve y Antonio abre, puntual como todas las mañanas. Bostezando, porque ha dormido poco. Sabe que hasta dentro de un rato no empezarán a llegar clientes, pero disfruta de esa primera hora de tranquilidad en la tienda, saboreando el café que se ha traído del bar de la esquina.

Como es miércoles, su mujer no llegará hasta eso de las doce, porque tiene cursillo de informática. Pero no le importa tener que despachar él solo. Es más, lo prefiere así. No le acaba de gustar la familiaridad con que ella trata a la clientela, preguntando por temas personales a la más mínima ocasión. Antonio es mucho más discreto y no le van esas confianzas mal entendidas. En ocasiones se ha llegado a sentir avergonzado, viendo que su esposa se pasaba de la raya, opinando acerca de cuestiones que para nada la atañían. Eso por no hablar de los "jocosos" comentarios en público acerca de la incipiente calvicie de su marido.

"Ha salido a su madre en eso", se decía el joven a sí mismo. "No es mala persona, pero le pierden la curiosidad y la lengua. No lo hace a mala fe".

Sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, no puede evitar imaginarse cómo será esa misma mujer dentro de unos años, cuando la sana curiosidad se haya convertido presumiblemente en ese afán inquisitorial heredado de la progenitora. Mejor no pensar.

Transcurre la primera parte de la mañana sin demasiado trabajo. La crisis se nota hasta en las ferreterías. De todas formas, siempre hay algo que hacer. Controlar el género, reponer, limpiar... y mientras coloca unas herramientas en el expositor, se acuerda de que hoy toca inventario. Qué fastidio. Sabe lo pesada que se pone ella siempre en esas ocasiones, repasando hasta el último detalle una y otra vez, hasta que todo cuadre. Le parece que el último inventario fue ayer mismo. ¿Tan rápido ha pasado el tiempo? Pareciera que alguien se ha estado entreteniendo en acelerar los relojes.

Su mujer ha llegado y enseguida ha tomado posesión del establecimiento, atendiendo a varias personas al mismo tiempo y sin contar con él más que para ayudarla a coger algo pesado, o para consultar cuestiones técnicas. En un momento determinado, Antonio se empieza a sentir mal.

Conforme avanza el día, el malestar ha ido yendo y viniendo a ráfagas. Un malestar que no es nuevo, pero al que no le ha dado hasta ahora demasiada importancia. Tal vez por no relacionarlo con nada serio (el tiempo, la presión atmosférica, el colesterol...) Sin embargo ahora, sin saber por qué, ha sabido que es algo más difuso, menos físico. Algo relacionado con su mujer, con la ferretería y con su propia vida.

Ha pasado la tarde y ha llegado la hora de cerrar. Momento del inventario. Ella se ha mostrado especialmente irritable durante toda la jornada, o eso le ha parecido a Antonio. ¿O tal vez siempre ha sido así? De repente, siente vértigo. Se tiene que apoyar en el mostrador para no caer. La mujer hace un amago de acercarse, alarmada. Pero al ver que no es nada, hace un gesto de desdén y se vuelve a la trastienda, con paso enérgico. Antonio se sienta y suspira. Es como si en ese momento hubiese estallado algo dentro de él. Algo que llevaba mucho tiempo gestándose y que tan sólo había dado señales de vida con cuentagotas. Ahora todo es debilidad y ganas de salir corriendo. Correr... ¿adónde? Lejos de la ferretería, de ella, de la madre de ella y de todo lo demás. Mientras tanto, en apenas un segundo, le han venido a la mente imágenes de otros tiempos, de decisiones tomadas años atrás, de errores nunca reconocidos, de traiciones absurdas y de oportunidades perdidas.

Desde la trastienda, le llega la voz chillona:

-Antonio, me falta un tornillo.

Y Antonio responde:

-Sí, cariño.

Y piensa: "a mí también".


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Con cariño, para L.