martes, septiembre 19, 2006

C


Había una vez una casa de dos plantas, al final de una cuesta empedrada.
Tenía un comedor frío, pero con chimenea. En uno de los extremos, un mueble con muchos cajones, abarrotados de juguetes y cuentos. El sonido de los troncos quebrándose al fuego, el calorcito acompañando durante las últimas noches del verano, la comida a la brasa, reunidos en torno a la televisión, en aquellos días días en los que nunca faltaba nadie.
Al fondo, la cocina, donde una vez me dieron a probar queso haciéndome creer que era otra cosa.
Y un baño muy pequeño.
Las escaleras de mármol, por las que tantas veces me caí (aunque por entonces, ninguna caída era muy dolorosa). Arriba, un pasillo muy largo y las habitaciones.
En la primera dormía yo, aunque a veces me costaba conciliar el sueño, después de haber visto a escondidas las películas de miedo del programa doble en el cine del pueblo. Pero qué agradable el despertar con el sonido de los pájaros en el alféizar de la ventana y todo el verano por delante.
En la segunda mis padres, en la cuarta mis hermanas y en la tercera jugábamos toda la tarde y jamás se nos ocurrió pensar qué pronto acabaría todo.
Al fondo, otro baño más grande.
Teníamos un jardín enorme. Para no perderme en él, llevaba grabado en las rodillas un mapa con cada metro cuadrado en el que me caí aprendiendo a montar en bici.
A los lados, un huerto en el que, en lugar de ayudar a sembrar patatas, prefería entretenerme buscando caracoles, tras las tormentas de agosto. Qué pena me daba comérmelos, pero qué buenos estaban.
El pueblo no era pequeño, pero tampoco muy grande, tenía el tamaño justo. Siempre había algún rincón nuevo por explorar y escondrijos donde enterrar promesas por cumplir el verano siguiente. Hasta que no hubo verano siguiente.
A las afueras, empezaban caminos cada vez más deshabitados, que conducían al bosque, al río, a todos los parajes que no volverán a verme caminar con mi padre, recogiendo setas y pescando cangrejos.
Me han dicho que ese pueblo y esa casa siguen existiendo, pero hoy necesitaba escribirlo, porque de vez en cuándo necesito convencerme a mí mismo de que fueron reales.

Y tras cuatro años posiblemente tranquilos...


1977 El primer verano inolvidable.

1978 Miguel Strogoff y poco más, qué se le va a hacer.

1979 El calendario con forma de gusano colgado en la pared y noches de invierno demasiado largas para un niño.

1980 Las tardes en la plaza, jugando a ser mayor.

1981 El primer golpe en la frente.

1982 El Mundial de fútbol en la azotea.

1983 Reencuentro en Galicia, diarios privados y bolsilibros adictivos.

1984 De repente, el último verano.

1985 Sexo y amigos, amigos y sexo, sexo y sexo.

1986 Las películas de vídeo.

1987 Sting y el Popular 1.

1988 Ella y el 12 de septiembre.

1989 El Año.

1990 Adiós a la inocencia y a los sábados por la tarde.

1991 Tiempos oscuros.

1992 JJOO y Rock Duro.

1993 Cambio… ¿a peor?

1994 Un fin de semana al mes.

1995 Recibes cartas.

1996 El año de los corazones despedazados.

1997 Record mundial de lágrimas vertidas.

1998 Cambio… a mejor!!!

1999 Empezar a sentirme persona.

2000 El efecto A.

2001 Una odisea en el INEM.

2002 Has caído en La Red!!

2003 Bienestar y tragedia en imposible mezcla.

2004 Tranquilidad y demasiados alimentos.

2005 ¿Qué pasó ayer?

2006 Las Oposiciones del Parásito Nervioso.

"El Exorcista", de William Peter Blatty

Image Hosted by ImageShack.us "Como el maldito y fugaz destello de explosiones solares que sólo impresionan borrosamente los ojos de los ciegos, el comienzo del horror pasó casi inadvertido"

Así da comienzo, tras un sugerente prólogo, una de las novelas más aterradoras de la literatura moderna.

Es ésta una historia de terror puro y duro, pero también, y casi al mismo nivel, una novela de personajes. Estos tienen un peso específico capital para Blatty, así como las relaciones que se establecen entre ellos: Chris MacNeil, luchando contra viento y marea por salvar a su hija de la tortura a la que está siendo sometida; Damien Karras, el sacerdote y psiquiatra lleno de dudas y de una inmensa generosidad; el bonachón y sagaz teniente Kinderman, ocupado en esclarecer un salvaje asesinato; los criados de Chris, prisioneros de un drama íntimo sobrecogedor; el Padre Merrin, que se enfrentará a "un viejo enemigo", como él mismo presiente en Iraq meses antes de que el duelo tenga lugar; y la niña, Regan, víctima de una posesión diabólica que acaso nunca sepamos si es del todo real o fruto de un trastorno psicológico.

El autor despliega un inmenso talento para sugerir el horror antes de mostrarlo en toda su crudeza, de modo que la narración avanza de forma sutil pero implacable. A través de los detalles más cotidianos primero: un objeto cambiado de sitio, un sonido anormal, un mal sueño, una simple frase cargada de intencionalidad (estremecedor el momento en que Regan le dice a su madre: "Mamá, ¿qué me pasa?"), hasta desembocar en un clímax pocas veces igualado en el género.

Otro de los puntos fuertes de Blatty son sus diálogos. Ágiles, poderosos… diálogos que muchas veces muestran más claramente el terror, que las propias descripciones de lo que ocurre.

En la novela hay momentos llenos de intensidad dramática en el más amplio sentido de la palabra: Karras visitando a su madre en ese barrio sucio y deprimente, la fiesta en casa de Chris donde tendrán lugar las primeras manifestaciones evidentes del horror, la sesión de hipnosis a la que Regan es sometida…

La estructura está cuidada al máximo, quedando patente un gran esfuerzo en la narración verosímil de los acontecimientos. Desde la búsqueda incesante de una explicación médica y racional a la situación por la que atraviesa la niña llevada a cabo por la madre, hasta la investigación del Padre Karras acerca de lo que puede estar sucediendo desde el punto de vista teológico y paranormal.

Y todo ello, narrado con ritmo incesante. Sin resultar nunca precipitado ni frenético, pero sin permitir un solo respiro al lector. Nos hallamos, muy probablemente, ante la novela más terrorífica que jamás se ha escrito, pero también ante un gran libro, independientemente de su género. Tan sólo apto para lectores de nervios templados, eso sí.

Aguantando la respiración bajo el océano cotidiano


Estar solo. Con todo el tiempo y nadie con quien compartirlo. Cada vez que me dejo llevar por una voz, hay algo que acaba rompiéndose dentro de mí. La más leve presencia enturbiando cualquier momento, me hace sentir presa de corrientes incesantes. Vértigo entre la soledad y la compañía, sin poder ni querer resignarme a ninguna de las dos. A veces me pregunto qué extraño, qué odioso individuo ven los demás en mí. Qué mente y qué corazón tan estúpidamente ajenos. No depender, no esperar, no confiar… ¿por qué resulta tan difícil? A pesar de todos los esfuerzos, no encuentro mi espacio. No sé en qué momento empecé a despegarme de la pesadilla cotidiana, pero sé que nunca lo consigo del todo. Siempre hay instantes de dulce vacío, pero qué rápidamente se esfuman y qué etéreo su recuerdo. Ahora estoy rodeado de almas tan vacías como la mía, pero me abruma su estruendo insoportable, ese absurdo empeño en darle sentido a lo que no lo tiene, tratando de imponer una cordura artificial. Y cuando la rutina ha vuelto a llenarlo todo, ciega y enloquecida maquinaria sin sentido, sólo aspiro a encontrar otro remanso de irrealidad suspendida y extraña, en mitad de ninguna parte, en algún lugar dentro de mí, ahora inalcanzable.