domingo, diciembre 17, 2006

La gente que nunca va a ninguna parte


Se les puede ver en cualquier calle de cualquier ciudad.
Normalmente les pasarás de largo. O se cruzarán contigo, sin mirarte.
Todos ellos son distintos, pero tienen algo en común: siempre caminan despacio. Y te dejan con la sensación de que si pasases por aquel mismo lugar en cualquier otro momento, seguirían allí. Con ese mismo deambular errático. Sin prisas, pero con un extraño aire de estar escapando de algo. De ellos mismos, tal vez.
No les importa la lluvia o el frío, el día o la noche. Forman parte del paisaje inanimado de la ciudad en falso movimiento, donde nunca pasa nada en realidad.
De vez en cuando se detienen en una esquina, se apoyan en la pared y esperan. Acaso una mirada furtiva hacia atrás. Pero normalmente miran al suelo. O al infinito.
Se mezclan con el resto de la gente. Y si no te fijas muy bien, no los distingues.
Pero están ahí desde siempre. Y nunca dejarán de estarlo.
No les verás hablando con nadie, porque no tienen nada de qué hablar.
Tienen todo el tiempo del mundo. Pero no pueden hacer nada con él.
Son figuras decorativas, dentro de sus propias vidas. No han estado nunca en el recuerdo de nadie.
Se mueven por inercia, como suspendidos en una tarde de domingo eterna. Tan grises, tan perdidos.
A veces me da miedo encontrarme un día convertido en uno de ellos. Condenado a esa tristeza de no venir de ningún sitio y de no ir a ningún lugar. Y no dejar rastro de mí.

sábado, diciembre 02, 2006

"El Camino de los Ingleses", de Antonio Banderas

Image Hosted by ImageShack.us Con su debut tras las cámaras, “Crazy in Alabama”, Antonio Banderas ya dejó claro que poseía una personalidad bastante acusada como director. Tras una aparente sobriedad, asomaban destellos de brillantez visual de los que sólo pueden hacer gala cineastas con cosas que decir.

En “El Camino de los Ingleses”, su segundo trabajo tras 7 años, el malagueño abandona totalmente aquella sobriedad y se nos presenta como un romántico absolutamente desatado. Banderas se sirve de la historia pergeñada por Antonio Soler (autor de la novela y ahora del guión) para hacer una visita a los lugares de su propio pasado. Y no únicamente a lugares físicos, sino a esos estados del alma que adornan el paso de la adolescencia a la madurez. No se trata, por tanto, de una trama precisamente original. De hecho, ni siquiera constituye una ruptura con el primer filme del director, puesto que “Crazy in Alabama” también poseía esa mirada adolescente, en el personaje de Lucas Black. Eso sí, la forma de ser contada, no resulta para nada acomodaticia.

Las influencias se dejan notar en el estilo del Antonio director: Fellini, Truffaut… y sí: Almodóvar. Es evidente que hay mucho del universo del cineasta manchego en ese colorido y en esos encuadres laterales, con abundancia de primeros planos, así como el propio “guiño” que constituye el personaje de Victoria Abril y alguno de sus momentos de guión. Pero si algo predomina en esta fábula trágica y vital a la vez, es la luz. Luz protagonista tanto cuando está presente, como cuando está ausente. La fotografía de Xavi Giménez es un auténtico trabajo de orfebrería, desde la secuencia inicial, un hermoso delirio onírico-anestésico de hospital, con esa presencia premonitoria de la bailarina color rojo sangre en la ensoñación de Miguelito, embocando la búsqueda de su ideal femenino, su Beatriz.

El trabajo actoral es impecable. Y eso es algo que Antonio ya demostró en su primera obra que se le daba más que bien. Pero en este caso, especialmente remarcable es el brillo de un elenco tan bien elegido, tan bien moldeado, donde tal vez sobresalga esa auténtica promesa que es Raúl Arévalo, quien ya se reveló como un robaescenas nato en “Azul oscuro casi negro”. Del mismo modo, siendo una obra esencialmente coral, también se debe destacar el hecho de que todas las historias particulares de los personajes están muy bien equilibradas. Únicamente se echa en falta una mayor profundización en la del personaje de Cuca Escribano, así como la de la novia del hijo de Juan Diego. De todos modos, bien por el equilibrio.

Sin embargo, una vez el espectador ya se ha puesto en situación, algo que ciertamente resulta bastante arduo, por lo radical de la propuesta visual, que no lo pone nada fácil, sí empiezan a dejarse escapar algunas sensaciones negativas. Y es esa omnipresencia del artificio, en ocasiones por encima de la propia trama, hasta el punto de que en algunos momentos llega a desvirtuar los aspectos más emotivos de la misma. Por el modo de colocar a los propios personajes dentro del plano, sin ir más lejos, a veces forzándoles a hacer cosas que no se explican si no es por capricho del director, en una especie de coreografía muda y sin demasiado sentido. Asimismo, también hubiese sido de agradecer una banda sonora más homogénea y menos sobrecargada.


Es evidente que Banderas ha hecho una apuesta fuerte. Una apuesta por lo poético, por lo radical. Esa cadencia poética está ahí, permanentemente. Y es algo que te hace desear volver a ver la película, porque en ocasiones te da la sensación de que se te están escapando algunas cosas que seguramente con la repetición cobrarán más sentido.

El mensaje principal queda plasmado con innegable efectividad. La metáfora del Camino de los Ingleses no deja lugar a dudas. Hasta el punto de que parece demasiado subrayada. No hay nada malo en trabajar con metáforas, pero sí hay que cuidar un poco más el modo en que se presentan. Porque si es algo demasiado enfatizado, hace que pierdan gran parte de su poder. Y es una línea que Banderas traspasa en algún que otro pasaje, lamentablemente. A pesar de ello, uno no puede más que aplaudir momentos como el de esa lluvia torrencial de agosto, con los personajes principales dejándose llevar, ante la atenta mirada de Miguelito, quien pretende perpetuar para siempre esa imagen en su mente, porque sabe (intuye) que es acaso el último momento de felicidad juvenil, de ese verano crucial que empieza lleno de sol y que paulatinamente se va ensombreciendo, hasta desembocar en el oscuro dolor del conocimiento.

También resulta interesante “jugar” a discernir de qué personaje se siente Banderas más cercano. Seguramente, y es algo curioso, está mucho más cerca de Luli, la novia del protagonista, que de ninguno otro. Al fin y al cabo es la que acaba cumpliendo su sueño, aunque sea a base de dolorosas renuncias. O ese omnisciente y extraño Fran Perea y su permanente gesto de sabiduría entre malévola y desengañada. Ellos son quienes, con más o menos fortuna, acaban enfilando el Camino, por el que otros no podrán transitar nunca y se tendrán que conformar con adivinar “fulgores desconocidos al otro lado”.

En definitiva, el aspecto más criticable, creo yo, es que el artificio acaba resultando más mecánico que poético. Y eso hace que como espectador, uno se sienta más distante.

Eso sí, la película se crece en el recuerdo y aunque sólo sea por la valentía demostrada, Banderas merece un cálido aplauso. Seguramente en un futuro, toda esa ambición creativa cristalizará en algo más consistente y con más cuerpo, además de alma.